ABCdario


Por Victor Octavio García

¡Qué tiempos aquellos!

* Darle el punto al dulce de pitahaya


Esta reseña me la contó mi papá –qepd– hace muchos años, cuyo drama se gestó allá por los años 50’s; en ese tiempo se produjo una inusual migración de cabeños al valle de San Fernando, en California EEUU, atraídos por la pisca de hortalizas y fresas; según mi papá, tenía dos amigos contemporáneos con los que le había tocado hacer el servicio militar que eran muy amigos, compadres, uno de ellos –Arturo– que se fue en una leva a la pisca de algodón al valle Imperial, en Mexicali y meses más tarde, seducido por las buenas nuevas de los campos agrícolas del otro lado llegó al valle de San Fernando donde se fincó, formó su familia y murió, en tanto Fortunato se quedó a enfrentar las sequías y los calores al pie del picacho de San Pedro y San Pablo, en la sierra del Cayuco. (Caduaño).

Arturo y Fortunato pasaron muchos años sin verse pero seguido se “carteaban” y compartían las buenas nuevas; Arturo tuvo tres hijos, una mujer y dos varones y Fortunato cuatro, tres hombres y una mujer que se dedicaron al campo a excepción de la mujer que se fue a trabajar a un hotel en San José –la palabra los cabos aún no existía–; Arturo, se instaló en el próspero valle de San Fernando donde rápidamente sobresalió como un excelente jornalero agrícola, impuesto a la chinga no tuvo problemas para aclimatarse y entrarle con ganas al trabajo rudo y pesado, formó una familia de profesionistas y él, merced a su visión, esfuerzos y sacrificios, adquirió una parcela de varios acres que lo convirtieron, al paso de los años, en un próspero granjero.

Al menos una vez al mes se “carteaban” y comentaban todo lo que pasaba, uno desde Estados Unidos y el otro desde el pie de la sierra del Cayuco; poca novedad comentaban, las buenas lluvias y prolongadas sequías de este lado y los grandes cultivos de hortalizas y fresa del otro lado; Arturo se nacionalizó en Estados Unidos y sus hijos nacieron allá y fueron a la escuela y las universidades yanquis; Arturo, el más grande se dedicó a los bienes y raíces viajando de costa a costa promoviendo y vendiendo terrenos y casas; Pedro (Peter) se gradúo de doctor e ingreso a trabajar como médico internista en el hospital Monte Sinaí, en la Jolla California, y Lucía (Lucy) maestra de preescolar, todos ellos de la clase media tradicional estadounidense, en tanto a Fortunato el destino le deparó otros derroteros, de sus cuatro hijos ninguno estudio excepto hasta tercer año de primaria y los tres varones se dedicaron al rudo trabajo del campo mientras la mujer, Lupita, trabajó cuarenta años de lavandera y planchadora en un hotel de San José del Cabo.

Pasaron los años sin dejar de “cartearse” hasta que un día Arturo anunció que vendría; Fortunato se preparó para darle la bienvenida a su entrañable amigo que de vez en cuando le ponía algunos giros en dólares y se dedicó a engordar un “cochi” para recibirlo con chicharrones, chorizos y tamales; llegó el día y llega Arturo en avión a La Paz y de ahí en carro (taxi) hasta la sierra del Cayuco; Fortunato un día antes había degollado el “cochi”, así que ese día frieron chicharrones y carnitas, fue un día de fiesta, era la época de mangos y pitahayas –mejibo–; Arturo venía con su esposa, una señora de mucha personalidad del Paso, y él ya retirado de sus negocios, un nieto le administraba la granja en el valle de San Fernando, mientras sus hijos radicaban en varios estados de la unión americana, uno en Oregón, otro en La Jolla California y Lucía en Miami Florida.

Dos semanas vacacionando al pie del picacho de San Pablo y Pablo platicaron de todo; más de cuarenta años de no verse avivó recuerdos y nostalgias de tiempos idos; sentados en sillas rústicas tejidas con palma hicieron un breve recuento de sus familias, Arturo como ya se lo había compartido en sus cartas tenía tres hijos que eran profesionistas independientes de él, Fortunato le cuenta su historia, su historia de vida; el mayor de sus hijos, Manuel, se dedicaba a cortar madera (horcones de palo zorrillo, vara de palo de arco y leña) que alternaba con la “campeada” y tumbar palo verde y cardón al ganado en época de secas, José era huertero, Lupita trabajaba en un hotel de lavadora y planchadora y Fortunato, el menor se dedicaba hacer dulces y conservas y le dice, compadre no tengo de que quejarme, los muchachos salieron muy trabajadores, responsables y respetosos; Manuel, el más grande, salió muy bueno para el hacha, José es muy responsable y trabajador, tiene la huerta limpia y bien cuidada, Lucía salió muy buena para la plancha y Fortunato, el más chico, uuuuuf para que le cuento, no hay nadie como él para darle el punto al dulce de pitahaya. ¡Qué tal!

Para cualquier comentario, duda o aclaración, diríjase a victoroctaviobcs@hotmail.com


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