Por Víctor Octavio García
Cantarana
Hace diez años, cuando Minoru Shiba adquirió el rancho Cantarana, no había nada, excepto medias hornillas; el rancho que perteneció a don Alejandro Amador, años atrás se había quemado y quedo abandonado durante mucho tiempo; ubicado a un lado de varias pozas de agua dulce entre los tepetates alimentadas por ojos de agua proveniente de los escurrimientos de la sierra de La Giganta donde se reproduce el cauque, una especie de langostinos muy sabrosos.
Muchos años antes de que Minoru se hiciera del rancho, lo conocí en una de mis travesías a los Llanos de Kakiwui, allá por 1984-1985; recorrer aquellas inhóspitas brechas imponía retos formidables; había que hacerlo en buenos carros y sobre todo con todo el tiempo del mundo dispuesto y predispuesto a cualquier contingencia, desde una ponchadura de llanta hasta el quiebre de una muelle; en 1984, previo a una gira de trabajo de Matías Amador Moyrón, alcalde de La Paz, pase dos días en las brechas junto con Julio Robles, jefe de mecánicos de los servicios públicos municipales, su ayudante Paco Munguía y Manuel “Ciclón” Echeverría, que íbamos de avanzada, hoy le llaman de logística.
Efectivamente no había nada en Cantarana, excepto un limpio y vestigios –ruinas de una hornilla–donde había existido un rancho, más allá de eso no conocí más terrenos excepto los dominios de mi amigo Manuel Romero (QEPD) en Toris, y la familia de Porfirio Amador, en los Llanos de Kakiwui; desde que comencé a recorrer la zona me llamó mucho la atención ver tanta agua dulce en medio del desierto –auténticos oasis–; caminar kilómetros y kilómetros de tierras resecas, monte de escasa y seca vegetación, de grandes y desmontados llanos que contrastan con la zona serrana de pronunciados cantiles, cerros escarpados y profundos cañones.
La tierra de “Shangri La” la llamó Fernando Jordán en su libro El Otro México, es quizás la definición más certera para describir la vida en estos oasis salpicados de historia centenaria, y Cantarana por su ubicación está asentada justamente en el antiguo corredor misionero –camino real– por donde transitaron los misioneros hace más de trescientos años (jesuitas, franciscanos y dominicos) que levantaron los primeros registros de nuestra centenaria “comunidad de sangre”.
Hoy, Cantarana luce distinta al rancho que conocí hace 35 años; Minoru Shiba y su esposa Esmeralda Cosio, con dedicación, esfuerzo y entrega lograron levantar un conjunto de tres cabañas rústicas con sus respetivos corredores, baños, horno, cocina y pórticos –diván le llaman los franceses– elaborados con materiales de la región; desde carrizos y hojas de palma recolectada en los arroyos hasta vara de palo de arco, madera seca de cardón y piedra laja fina y artísticamente trabajada que le imprimen un sello muy original, muy nuestro.
Las cabañas fueron construidas para solaz esparcimiento de la familia, la familia creció y las cabañas quedaron con poco uso; Minoru cada quince días se da sus vueltas para pagarle al cuidador –ranchero– que se encarga del mantenimiento y riego de las plantas, viajes que me “cuelo” para tirar estrés y en ocasiones “pillar” cauques para botanear en el rancho; no está demás reconocer que es una zona encantadora no solo por ser una zona cinegética –venadera– sino por los contrastes y la tranquilidad que se respira; las cabañas están rodeadas de agua dulce, al frente las pozas de agua dulce retenidas en los tepetates y alimentadas por ojos de agua y los escurrimientos provenientes de la sierra de La Giganta, y atrás de las cabañas un ojo de agua alimentada por un venero de agua dulce que conservan como reserva para el uso de las cabañas; con sus propios recursos Minoru ha hecho varios trabajos de mampostería para la retención de aguas broncas que han funcionado muy bien, de suerte que el ojo de agua que se encuentra atrás, a solo doscientos metros del conjunto de cabañas, mantienen un excelente espejo de agua dulce.
Cantarana cuenta con cien hectáreas, ubicado a 62 kilómetros del entronque con la carretera La Paz-Ciudad Constitución en el kilómetro 128; a 3 kilómetros de La Presa regenteada ésta por argentinos y a 8 kilómetros de Santa María de Toris; una zona aún virgen donde se pueden ver venados, en ocasiones borregos cimarrones y escuchar no pocas historias de “liones” (pumas) que se ceban con los rebaños de chivas; Martín Amador, vecino de Cantarana, hace muy buen queso (cuadrado) de chiva y de vez en cuando deja “caí” un castradito en las brasas, con sus respectivas tortillas de harina recién salidas de comal, justo en la tierra de “Shangri La” como acertadamente la definió Fernando Jordán en su libro El Otro México. ¡Échense ese trompo a la uña!
Para cualquier comentario, duda o aclaración, diríjase a abcdario_@hotmail.com
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